“Por fin Gracknar vio una luz al fondo de la gruta. Los cuerpos mutilados de sus enemigos yacían a su alrededor. Si aquella era la salida, nada hacía permaneciendo allí.”
Tus sienes se comprimen y comienza a faltarte el aire. Cada paso, cada escalón que dejas atrás, es un nuevo peso que añadir a tu precaria balanza. "Estás tranquilo". Nada, ahora es sólo una patética vocecilla. ¡Hay una ventana abierta! ¡He de pasar junto a ella! Sudo. No puedo respirar. ¿Qué dirá el cliente cuando toque mis manos? No veo...
“El guerrero llegó corriendo a la salida de la cueva. Se encontró de pronto con algo que no esperaba. Ante sus pies surgieron las profundidades de un abismo. Y el guerrero tuvo una sensación. Por primera vez su cuerpo escapó a su control. No respondía. Sus manos se crispaban asiéndose al más leve saliente de la roca. Sus rodillas se doblaron impedidas para sostener su peso. “Estás tranquilo”, se dijo con voz ajena, pero fue inútil y durante la caída se preguntó mil veces por qué.”
Incluso él te abandona, como un fetiche roto, un ídolo arrojado en el barro que traiciona con su inutilidad al que fuera fiel creyente. Estás solo. El mundo se encoge y te ves abajo. Los curiosos se agolpan en la acera con gesto entre horrorizado y curioso, pero sólo el cliente se acerca y te reconoce.
- ¡Don Ernesto! ¿Qué hace asomado a la ventana? Pase, hombre, pase. Llevo más de una hora esperándole.
Tus sienes se comprimen y comienza a faltarte el aire. Cada paso, cada escalón que dejas atrás, es un nuevo peso que añadir a tu precaria balanza. "Estás tranquilo". Nada, ahora es sólo una patética vocecilla. ¡Hay una ventana abierta! ¡He de pasar junto a ella! Sudo. No puedo respirar. ¿Qué dirá el cliente cuando toque mis manos? No veo...
“El guerrero llegó corriendo a la salida de la cueva. Se encontró de pronto con algo que no esperaba. Ante sus pies surgieron las profundidades de un abismo. Y el guerrero tuvo una sensación. Por primera vez su cuerpo escapó a su control. No respondía. Sus manos se crispaban asiéndose al más leve saliente de la roca. Sus rodillas se doblaron impedidas para sostener su peso. “Estás tranquilo”, se dijo con voz ajena, pero fue inútil y durante la caída se preguntó mil veces por qué.”
Incluso él te abandona, como un fetiche roto, un ídolo arrojado en el barro que traiciona con su inutilidad al que fuera fiel creyente. Estás solo. El mundo se encoge y te ves abajo. Los curiosos se agolpan en la acera con gesto entre horrorizado y curioso, pero sólo el cliente se acerca y te reconoce.
- ¡Don Ernesto! ¿Qué hace asomado a la ventana? Pase, hombre, pase. Llevo más de una hora esperándole.