Apoyaba su brazo en el muro como un ave herida, abandonado a las náuseas, dolorido. Su cabeza, ya cana, se escondía perdida entre los pliegues de su traje. Cuello almidonado, gemelos y botines. La acera frente a él drenaba el resultado de su última arcada, extendiendo un olor ácido que llegaba hasta mi esquina.
Creo que fue entonces cuando aparecieron aquellos jóvenes. Resortes contraídos. El anciano llamó su atención como el aleteo de un pez enfermo lo hace con los tiburones. Se acercaron entre bromas. Cediéndose unos a otros el privilegio del tanteo. Y hubo un contacto. Alguien le metió la mano en el bolsillo para extraer un pellejo vacío de riquezas. Siguió un empujón senil, fortuito. Espasmos de la presa acorralada tomados como hostiles. La ira fluyó entre zarandeos, risas nerviosas y empellones. Crueldad del corro. Impunidad de la penumbra. Orgía. Palabras de culpa que estallan en su oído. Odio en las narices arrugadas. Palmas abiertas, luego puños. Anteojos rotos. Ropas desgarradas. Equilibrio precario hasta llegar al suelo. Lágrimas, toses y patadas. Rebozado en vómitos y sangre. Sin familia, sin socorro, sólo un pelele al vaivén de la marea. Crujido de huesos, derrames internos, orina y espuma. Pilatos escudándose en el grupo. Olor a miedo. Risas. Lamento. Placer. Frenesí.
Uno de ellos reparó en mí y se acercó:
-¿Y tú qué coño pintas?
-Yo… nada -respondí.
-¡Entonces, aire!
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Creo que fue entonces cuando aparecieron aquellos jóvenes. Resortes contraídos. El anciano llamó su atención como el aleteo de un pez enfermo lo hace con los tiburones. Se acercaron entre bromas. Cediéndose unos a otros el privilegio del tanteo. Y hubo un contacto. Alguien le metió la mano en el bolsillo para extraer un pellejo vacío de riquezas. Siguió un empujón senil, fortuito. Espasmos de la presa acorralada tomados como hostiles. La ira fluyó entre zarandeos, risas nerviosas y empellones. Crueldad del corro. Impunidad de la penumbra. Orgía. Palabras de culpa que estallan en su oído. Odio en las narices arrugadas. Palmas abiertas, luego puños. Anteojos rotos. Ropas desgarradas. Equilibrio precario hasta llegar al suelo. Lágrimas, toses y patadas. Rebozado en vómitos y sangre. Sin familia, sin socorro, sólo un pelele al vaivén de la marea. Crujido de huesos, derrames internos, orina y espuma. Pilatos escudándose en el grupo. Olor a miedo. Risas. Lamento. Placer. Frenesí.
Uno de ellos reparó en mí y se acercó:
-¿Y tú qué coño pintas?
-Yo… nada -respondí.
-¡Entonces, aire!
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