Me permites ese pequeño placer unos minutos al día. El resto del tiempo intentas proporcionarme una luz que nunca llega, presa de paredes. Tratas de cumplir la función por la que fue dibujado tu cuerpo vacío en el muro, pero sólo la cuadrícula de tu sombra me persigue reptando por el suelo hasta extinguirse. A veces intento esquivarla, por dejar mi mente a un lado, pero su botánica lentitud transforma en absurdo mi juego. Jugar. Cuánto tiempo hace que no pensaba esa palabra.
Al final, a base de renuncias, he aprendido que no necesito nada. Tú me lo enseñaste. En otro lugar hubieran cuidado de ti. Te hubieran quitado la herrumbre, habrían pulido tus ángulos, te habrían pintado. Pero -lo sabes muy bien- eso es sólo apariencia. No serías ni un ápice mejor de como ahora eres. Durante mi vida acepté reglas hasta que comprendí que eran sólo una capa de pintura. Un día deje de hacerlo, no lo comprendieron, sufrí sus miradas, su condescendencia hueca, su silencio, y me encerré aquí. ¿Qué hay fuera? Tal vez carceleros. Ellos me mantienen con vida, tú me la obsequias. Ellos pretenden conocerme y establecer contacto conmigo, tú lo consigues sin esfuerzo. Ellos quieren que salga, contigo ya estoy fuera.
¿Quién dice que hay alguien a mi lado? ¿Cómo asegurar de dónde proviene ese ruido que me hiere? Mis piernas son simples soportes que trasladan mi cerebro de una vivencia a otra. De una a otra. Se suceden en pausa. Un celuloide quemado por la lámpara. Náuseas.
Me dan las píldoras y me río. Las escupo hacia ti para que tú las guardes. Me río de ellos. Creen que saben algo de mí, pero se equivocan. Sólo tú me conoces bien. Me miras y me obsequias con tu luz. Eso me agrada. Pero, ¿para qué? Me haces débil. A veces hasta tú me posees. No debe ocurrir. Tampoco debo necesitar de ti. El placer es sólo una sensación cerebral; lo leí en algún sitio cuando aún estaba entre ellos. Si quiero ganarles la partida también he de traicionarte a ti. Adiós amiga mía, debo cerrar la persiana.
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